La fealdad tan bella de Inglaterra
- 360º
- 6 nov 2018
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 6 nov 2018
Por Elisa Ferrer.
“Piensa solo en el pasado cuando su recuerdo te sea placentero”, nada más cierto que este pequeño fragmento que escribió Jane Austen en su obra “Orgullo y prejuicio”. Cuando mi tía me leía de pequeña fragmentos de novelas inglesas me imaginaba aquellos paisajes evocadores, descritos con una sensibilidad desgarradora, e intentaba ubicarme en ese mismo lugar. Este verano pasado pude ser partícipe de aquel espacio imaginado y fue como trasladar mis pensamientos a la realidad.

Situémonos. A mediados de agosto volé hacia Inglaterra para pasar tres semanas junto una familia que me acogió como au pair. Estaba ansiosa por ver que me esperaba: me encargué de organizar el viaje yo sola y quien bien me conozca sabrá porque eso me hacía estar algo intranquila. Los días que pasé allí me sirvieron para aprender a descubrir por mi propia cuenta aquel lugar insólito en el que me encontraba. Era Claygate, un pueblo situado en el distrito de Surrey, a unos 30 minutos de Londres. Su población es escasa pero las casas que lo conforman son realmente majestuosas. Todas ellas están cubiertas con una vegetación verde que me penetraba visualmente. Caminar por esas calles fue una sensación que solo puedo valorar ahora, en la distancia. Carreteras mojadas, senderos verdosos por el reflejo de los árboles, frío, lluvia y gente deseándote que tuvieras un nice day a todas horas. Al despertarme acudía directamente a la única cafetería del pueblo a llevarme mi café largo aguado, un hábito que cumplí cada día, como si de un ritual religioso se tratara. Al caer la noche poco había que hacer así que me limité a alternar dos pubs en los que poder tomar cañas (vaya, qué remedio).

Todos los fines de semana viajaba a Londres. Allí me reencontraba con una amiga que pasó el verano trabajando en la ciudad, y, en ciertas ocasiones, estuve quedando con au pairs que residían por los alrededores para contarnos nuestra vida y experiencia. Fue así como conocí a Laura, Anne, Romain, Molly, Anais, Sara, Luisa y Chloé, con quienes tuve la oportunidad de practicar el inglés y visitar hasta el último rincón de la capital. Londres era un descubrimiento nuevo cada vez que la visitaba. No había restaurante, museo, monumento o barrio que no me resultara de interés. No podría escoger entre el arte callejero de Shoreditch o las tiendas de diseño de Brick Lane porque cada lugar preservaba su estilo. Aunque cada vez que visitaba Londres me emocionaba como una niña que visita la ciudad por primera vez, he de admitir que las pequeñas ciudades que la bordean no le tienen nada que envidiar. Londres es diversidad, dinamismo y (a veces) estrés, mientras que Claygate es tranquilidad, naturaleza y (a veces) aburrimiento.

En resumen, mi estancia en Inglaterra me llevó a conocer diversas ciudades que deseaba visitar. Visité Windsor, Brighton, Kingston, Clapham & Junction y llegué a la conclusión de que a pesar de que cada lugar tenía sus diferencias les unía la esencia inglesa que caracteriza a los edificios y sus residentes. Esta esencia está perfectamente descrita por la escritora brasileña Clarice Lispector en su texto sobre el recuerdo que guardaba de Londres:

“Todas las veces que pienso en Londres vuelvo a ver sus puentes. Me paeció muy natural estar en Inglaterra, pero ahora cuando pienso que estuve allá mi corazón se llena de gratitud. Vi en Londres una tierra extraña y viva, cenicienta, todo lo que es ceniciento misteriosamente vibra para mí, como si fuera la reunión de todos los colores amansados.
Estuve en contacto con la fealdad de los ingleses, que es una de las cosas que más me atrae en Inglaterra. Es una fealdad tan peculiar, tan bella, y estas no son meras palabras. Hacía mucho frío, y el viento daba al rostro y a las manos aquella rojez cruda que vuelve a cada persona extremadamente real. Las mujeres hacen compras con las cestas, los hombres de la City usan un sombrero bombín. Y el Támesis es sucio, tiene barro. Ya hubo pestes en Londres. Una vez se incendió la ciudad entera. La peste y el incendio estaban presentes en mi estadía en Londres.
Las personas beben café horrible, en taza grande, pero el café humea. Humeante como toda la isla, cuyos puentes ennegrecidos surgen de la casi constante niebla. El fog exhala de las piedras del piso y envuelve los puentes.
Los puentes de Londres son muy emocionantes. Unos son sólidos y amenazadores. Otros son puro esqueleto. En cuanto a los ingleses, no son tan inteligentes. Pero Inglaterra es uno de los países más inteligentes del mundo. Estábamos en auto. Entre una ciudad y otra, las pequeñas ciudades inglesas dan mil vueltas alrededor de sí, y la lluvia fina cae en los vidrios del auto. En las calles el pueblo usa ropas tan mal hechas que acaban convirtiéndose en un bello estilo. Y son de verdad hospitalarios. Veo a una criatura de capote oscuro y medias gruesas y capucha enterrada hasta abajo de las orejas, con el rostro vívido y magro, ojos despiertos y cara roja —y aquella entonación pura de las voces inglesas, interrogativas y orgullosas.
Sólo ahora sé cuánto amé el viento de Londres que me hacía lagrimear los ojos de rabia y la piel gritar de irritación.
Y después están los caminos, el campo inglés que es diferente de cualquier otro campo. Me acuerdo de árboles muy altos.”
Te entiendo, Clarice. Sobre todo por el lagrimeo de rabia provocado por el viento.
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